A los 18 años comencé a practicar capoeira. Varios meses antes, había comenzado a aprender italiano, un idioma que elegí con claridad: me atraía la cultura, la literatura, la sonoridad. Lo aprendía como se aprende una lengua en la tradición escolar: clases semanales, gramática estructurada, tareas y exámenes. Ese camino me llevó, con el tiempo, a alcanzar el nivel más alto del Marco Común Europeo.
Sin embargo, si hoy pienso en cuál de los dos idiomas hablo con mayor soltura, respondería sin dudar: portugués. Y lo curioso es que nunca estudié portugués de manera formal. Nunca cursé una clase de gramática, nunca me senté a conjugar verbos en hojas impresas. El portugués llegó por otra vía: por la música, el cuerpo, la emoción. Llegó sin que lo planeara, pero no por eso sin profundidad.
La capoeira, más que un arte marcial, es una práctica cultural que exige una participación corporal y afectiva. Desde las primeras rodas, las canciones me rodearon. Empecé por repetirlas de oído, sin comprender del todo. Después, por simple curiosidad, comencé a buscar qué significaban. Y más tarde, por necesidad: quería entender lo que se cantaba, lo que se decía, lo que se compartía.
Fue así como el portugués empezó a entrar: no como un sistema abstracto, sino como un modo de estar. Las palabras no llegaban aisladas, sino envueltas en contextos. Por ejemplo, conocí la mandioca, el acarajé, el azeite de dendê en los versos que entonábamos. Aprendí a cantar esos nombres antes de saber a qué sabían. Años después, en Brasil, los probé por fin. Y ahí se cerró el ciclo: entendí no solo lo que decían las canciones, sino lo que evocaban. Descubrí que un platillo puede ser una historia, una resistencia, una región.
Y también aprendí desde lo inesperado. Como aquella vez en que, caminando en medio del campo, me corté la pierna con una pasto alto, afilado, agresivo. Alguien, al verme, bromeó: tiririca é faca de furar. Yo ya había escuchado esa frase antes en una canción. Solo que ahora tenía sangre, pasto, risa, dolor. El idioma se volvió experiencia.
Este contraste entre cómo aprendí italiano y cómo incorporé el portugués también revela algo sobre las metodologías de aprendizaje. En el caso del italiano, mi experiencia fue representativa del enfoque gramatical-traductivo, aún presente en muchas aulas: memorizar reglas, traducir frases, construir estructuras desde el análisis. Funciona, sobre todo cuando se tiene una motivación clara y disciplina, pero tiende a separar la lengua de su uso real. Se aprende “sobre” el idioma, no necesariamente a “usarlo”.
En cambio, el portugués lo aprendí a través de un enfoque más cercano al aprendizaje experiencial, al enfoque comunicativo, e incluso a lo que hoy algunas corrientes llaman “aprendizaje situado”. Según este enfoque, el conocimiento se construye dentro del contexto en el que se utiliza. No se trata de aprender una palabra para luego usarla: se la necesita, se la escucha, se la pronuncia, se la comprende por cómo reacciona el entorno. El cuerpo, los gestos, las emociones, las relaciones sociales, todo está implicado.
Autores como Paulo Freire o Lev Vygotsky hablaron sobre el valor de aprender a partir de la vida, del contexto, de la interacción. Y hoy se retoman esas ideas en didáctica de lenguas extranjeras: se habla del aprendizaje multisensorial, de enfoques afectivos, de comunidades de práctica. Todo esto coincide con lo que viví sin planearlo: cantar, moverse, mirar, ser corregido no por un profesor, sino por un gesto, una sonrisa, una mirada de confusión o de complicidad. El error no era penalizado: era un paso más del aprendizaje.
Lo experiencial no niega lo estructural. Pero lo sitúa. Lo vuelve necesario. Cuando el idioma se usa con sentido –porque se quiere participar, pertenecer, entender algo que importa–, se convierte en algo más que información: se convierte en herramienta. Y cuando esa herramienta está conectada con la emoción, la adquisición es más profunda y duradera. No solo se recuerda una palabra: se recuerda el momento en que se usó por primera vez.
Además, el conocimiento previo de italiano –otra lengua romance– y mi competencia en español me ofrecieron una red de comprensión. Las lenguas no están aisladas: se tocan, se entrelazan, dialogan entre sí. Reconocer que “chave” en portugués viene de la misma raíz que “chiave” en italiano y “llave” en español, o notar que manha puede ser un capricho o una estrategia, y entender cómo varía su uso, me permitía afinar mi escucha no solo lingüística, sino también cultural, incluso abrió la puerta a otros universos emocionales. Aprendí lo que es saudade, esa mirada particular de la nostalgia de la vida. Conocí la energía del axé, que no es solo una palabra de aliento, sino una vibración compartida, una forma de circular lo vital. En portugués no solo adquirí léxico: descubrí formas distintas de nombrar lo que se siente y lo que se vive.
Hoy sé que no existe una única manera válida de aprender una lengua. Pero sí creo que deberíamos revisar cuáles de esas maneras nos permiten no solo aprobar un examen, sino habitar la lengua. Entenderla como un espacio vital, un espacio en el que también se forman vínculos, memorias, afectos.
En tiempos en los que la educación se mide en resultados inmediatos, donde lo digital amenaza con reemplazar toda interacción humana, vale la pena recordar que la lengua no es solo una herramienta de comunicación: es una forma de estar en el mundo. Y quizás por eso, cuando la aprendemos desde la vida, no la olvidamos fácilmente.